Una obra de teatro es –también- un acontecimiento sonoro. Kartun, maestro de dramaturgos, habla en metonimias musicales del oído de quien escribe obras. Rubén Szuchmacher, maestro de directores, tenía un ejercicio para sus discípulos: componer un acontecimiento escénico a partir de una matriz sonora (el caso que me recuerdo era una cinta grabada por el músico Edgardo Rudnitzky). Los clásicos escribían sus obras en verso; los antiguos, amplificaban con la máscara o “per-sona” la voz de los actores. El teatro suena y en él, el silencio es un silencio musical: un valor en el arte de combinar sonidos.
Una mujer silenciosa y recatada es huésped de un hombre solitario. El deseo, tenue, preciso, inocultable, ejerce un delicada presión sobre los hábitos.
Para lograr la expansión (y el interés) del gesto, decíamos, la obra propone el tiempo y el espacio de la fábula; sus personajes y elementos son de cuento: una valija antigua que remite a su arquetipo, el sonido del agua, el estruendo del tren –símbolo atronador del viaje-, la luz tenue, la ropa desclasada y los personajes literarios: el varón enérgico y ruidoso, y la seminarista silenciosa, quintaesencia del cuerpo inmaculado.
La pequeña e íntima platea de Elkafka llora, conmovida, por la pérdida de una inocencia renovada. Los personajes no son niños, pero es como si lo fueran. Ella no habla y luego habla: el quiebre de la expectativa beneficia el disfrute.
Consciente y temática, la obra exhibe su procedimiento poniéndolo en abismo: “contame un cuento” dice –casi por primera vez, como si recién aprendiera a hablar-, la mujer niña. Y él le cuenta el cuento de sí mismo, que la recibe. La reunión de elementos literarios y metateatreales, a mi juicio, permiten mover de foco la “naturalidad de la conducta”, amplificándola. Y es este leve movimiento lo que propone al tiempo y a los cuerpos su extraña tensión, esa por la cual hasta el espacio vacío, en los intrigantes momentos en que ni actor ni actriz están en escena, es habitado.
¿Cómo hablar del amor?, se pregunta desde el programa la autora y directora. Citando a Barthes, el amor es “esa región de enloquecimiento donde el lenguaje es a la vez demasiado y demasiado poco, excesivo y pobre”. No obstante, el lenguaje de Voto de silencio no tiene nada de excesivo, ni de pobre; más bien parece la exposición de una tesis sobre el punto justo, la virtud de lo preciso. Se acerca, por su brevedad y por el pequeño recorrido de su arco, a un ejercicio. Ejercicio aprobado: la secuencia del vestido puesto, en la que un solo gesto sobre la falda es repetido indefinidamente, lo expresa todo.
Mi conclusión es que Voto de silencio no se refiere al amor, que es impreciso, sino al gesto erótico depurado. Algo imposible –la obra completa de un gesto- o hollywoodense –el chico que salva a la chica y, tras cambiar el orden establecido, es recompensado por un beso-, aquí se tornan música y cuerpo, sin ser danza. Son cuarenta minutos, no más, de un gesto que no tiene tiempo. El encanto y la precisión transforman la mínima historia de un beso en una obra.
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