25/11/09

UN VESTIDO Y UN AMOR de Ezequiel Galeano

“... no se si eras un ángel o un rubí...”

A riesgo de exagerar, podría decirse que “Voto de silencio” es, de todas las de la cartelera teatral porteña, la obra más cinematográfica. En un circuito que hace gala de sus múltiples (aunque no siempre fructíferas) ofertas interdisciplinarias, que incluye desde adaptaciones más o menos fieles de clásicos de la literatura universal o de relatos provenientes de internet hasta producciones de alto costo basadas en programas televisivos, la obra de Verónica Mc Loughlin se destaca porque utiliza procedimientos del cine para potenciar sus intenciones estilísticas y narrativas; dicho de otro modo, la novedad radica en que lo que se logra aquí no es copiar ni reproducir sino más bien traducir algunas herramientas “puramente cinematográficas” con el objetivo de expandir el sentido más allá de los límites estrictos de la teatralidad.

De la misma manera en que Rafael Spregelburd “teatralizó” el concepto fílmico de profundidad de campo en “La estupidez”, Mc Loughlin hace lo propio con el de fuera de campo. Y para ello cuenta con la notable colaboración de Matías Iaccarino en el diseño de iluminación y de Manuel Toyos en el diseño sonoro. Ambos entienden que los aspectos técnicos de una obra no sólo apoyan y acompañan la narración sino que además construyen sentido en paralelo al relato; es decir, estos aspectos agregan significación pero nunca subrayan ni repiten. De esta manera, “Voto de silencio” se transforma desde el principio, sin prisa pero sin pausa, en una obra centrípeta: jamás gira sobre sí misma; aprovecha lo concentrado de la anécdota primaria para multiplicar (“hacia”) su razón de ser.

Así, los actores no salen del escenario sólo para dejar de estar en escena; lo que hacen es permitir que un mundo (uno que se halla fuera de las paredes que acotan la diégesis) ingrese en el universo narrativo para transformar lo que se puede ver. Y en este aspecto es en el que luz y sonido redefinen constantemente lo puramente denotado. A esto se suma la habilidad de la directora para mantener el pulso y la progresión dramáticas del relato, evitando cada vez los lugares comunes inherentes a la temática en cuestión. Para lograrlo, se ha reunido con otros dos colaboradores de alto nivel: Germán de Silva y Julia Muzio; ellos establecen su “relación escénica” con una vocación sin estruendos pero altamente sincronizada, sin urgencias pero concentrados en el desenlace, concientes de lo que se espera de sus personajes pero capaces de un humor y una inocencia no muchas veces visto.

Esta ópera prima es además un pequeño tratado “antropológico” sobre el vestido, entendido no como una prenda de vestir femenina sino como una construcción cultural, como un aspecto de la vida del ser humano capaz de definir lo que somos y lo que deseamos en tanto sujetos. Un vestido floreado, un costurero de mimbre, una máquina de coser, una valija… sucintos elementos que van delineando el mapa de la identidad de un hombre y una mujer.

Finalmente, aunque no por ello menos central, esta pieza es también una historia de amor; o mejor aún, una historia sobre la capacidad de transformación del amor.

Ezequiel Galeano

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